Guy Debord, filósofo parisino que no tuvo la desgracia (o la
suerte) de ver TikTok, Instagram y esas bestias sociales, ya nos advirtió hace
décadas que nuestra sociedad estaba convertida en un gran espectáculo. Y vaya
que acertó. Hoy en día vivimos en esa famosa “pantalla global” donde todos
quieren aparecer, porque si no, es como si no existieran. ¿Te imaginas que en
el futuro le digan a tus nietos: “¿No tienes Instagram? ¿Entonces ni existes?”?
Eso o les explicamos que eras un rebelde offline, pero eso vende menos.
El problema es que esa necesidad de mostrarnos y validarnos
digitalmente a toda costa puede convertirnos en meros espectadores de nuestra
propia vida. Como cuando te pones a ver un maratón de fotos y videos de una
fiesta en la que estuviste y te preguntas: “¿Pero yo, realmente, ¿me divertí o
solo salgo bien en las fotos?” Porque, seamos sinceros, a veces la vida parece
más un desfile de Instagramers que una experiencia vivida con sentido.
¿Vida pública vs. vida privada?
Ahí está la gran cuestión: ¿qué parte de tu vida es para que
la vean todos y cuál es solo para ti? En las redes sociales mostramos la cena
de Navidad con esos tíos que soportamos porque hay que hacerlo, o la fiesta de
cumpleaños donde bailamos como si no hubiera mañana (aunque luego olvidemos la
mitad de lo que pasó). Eso es la vida pública. Pero la vida privada… esa que
nadie ve ni siquiera con filtro de Snapchat: cuando te levantas con la peor
cara, sin ganas de nada, o cuando escribes pensamientos raros que no mandarías
ni a tu mejor amigo, ni al vecino, ni a tu perro.
¿Están esas dos vidas en equilibrio? Si tu respuesta es
“no”, bienvenido al club. Y ojo, que ese club no tiene redes sociales, solo
café, libros y mucha reflexión.
¿La obsesión por mostrar todo?
A veces parece que la única razón para hacer algo es para
poder mostrarlo. “¿Fuiste a un restaurante? Fotos. ¿Estás en una fiesta?
Selfie. ¿Viste el atardecer? Video con canción dramática.” Y si no, ¿de verdad
pasó? ¿O fue solo un invento de tu imaginación? La vida no debería ser un
reality show permanente. No somos monitos adiestrados en un circo digital.
Y sí, puede que esto te suene un poco a sermón de abuelo
gruñón, pero ¿qué hay de cierto? ¿Cuántas veces has sentido que te pasan cosas
y el primer impulso es sacar el teléfono en lugar de simplemente disfrutar el
momento?
Un experimento que puede ser revelador
Haz este ejercicio: entra a Facebook o Instagram y clasifica
las publicaciones de tus amigos. ¿Cuántas son realmente interesantes o
profundas? ¿Cuántas solo sirven para llenar un espacio vacío con “mierda
digital”? Ahora haz lo mismo con tus propias publicaciones. ¿No te sorprende
cuánto “ruido” generamos con contenido que, siendo sinceros, olvidaremos
rápido?
Y no nos hagamos los santos. ¿Quién no ha caído en la trampa
de mostrar solo la mejor versión, la foto más “cool” o la frase más ingeniosa
para sumar likes y seguidores? Eso es el “sólo pose”, y vaya que es contagioso.
Un momento para la reflexión… y para el chisme
Ahora, pregunta del millón: si recibieras un video privado
(como el famoso caso de Mónica Villamore), ¿qué harías? ¿Lo reenviarías de
inmediato? ¿Lo publicarías? ¿O lo borrarías y pedirías que desaparezca para
siempre? Esa pregunta es como un espejo que nos muestra hasta dónde estamos
dispuestos a exponernos y, sobre todo, hasta dónde queremos que se exponga
nuestra vida o la de otros.
Deja la cámara, vive el momento
Quizás lo más importante de todo este rollo es que empecemos
a usar más los ojos (y los demás sentidos) para vivir, en vez de grabar,
fotografiar y compartir compulsivamente. A veces no necesitamos documentar cada
instante para que sea real o valioso. La vida tiene que sentirse, no solo
mostrarse.
Por eso, dejo este consejo de abuelo digital: apaga la
cámara, desconéctate un rato y disfruta el café, la charla o ese atardecer sin
pensar en los likes. Eso, amigo, es vivir de verdad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario