sábado, 24 de mayo de 2025

LOS SEMBRADORES DEL CIELO

LOS SEMBRADORES DEL CIELO



Dicen los antiguos —los que hablan poco y miran hondo— que hubo un tiempo en que la tierra de Valle de Santiago no solo paría maíz y calabaza, sino milagros disfrazados de hortaliza. Fue allá por los años setenta, cuando las noches aún eran negras como tinta de mezquite, y los cráteres de las Siete Luminarias guardaban secretos más viejos que el hombre.

Yo era joven entonces, apenas un mozo con los pies descalzos y la cabeza llena de nubes. Ayudaba a mi tío Gabino, un hombre de pocas palabras y mirada torva, que sembraba junto al cráter del Rincón de Parangueo. Esa tierra era buena, eso lo sabíamos, pero nadie se explicaba por qué en nuestra parcela las verduras crecían como si hubieran probado el elixir de los dioses: calabazas del tamaño de cántaros, zanahorias que parecían remos, rábanos tan pesados que hacían sudar al burro.

—La tierra no es toda nuestra —me dijo un día mi tío, mientras contemplaba los surcos como si fueran líneas de un texto sagrado—. Aquí hay manos que no se ven… y ojos que no duermen.

No entendí entonces. Pero una noche, lo vi.

Era luna llena. El campo dormía, y el aire estaba quieto como antes de una tormenta. Me despertó una luz azul, suave y viva, que parecía flotar sobre la milpa. Me levanté en silencio y salí, con el corazón haciendo tambor en el pecho. Y allí estaba: una esfera translúcida, como de cristal respirando, suspendida a un metro del suelo. No hacía ruido, no quemaba, no huía. Solo flotaba, como si revisara la cosecha con una calma inhumana. Luego se alzó lentamente, y desapareció entre las estrellas.

Desde entonces, mi tío ya no se guardó nada. Me contó que él la había visto antes. Que incluso —y aquí su voz se quebró—, le había hablado. Pero no con palabras, no. Le mostraron visiones: surcos en espiral, semillas envueltas en luz, diagramas que parecían escritura pero estaban vivos. Le enseñaron, según dijo, a sembrar con la fuerza del cráter, con la respiración de la tierra misma.

Y lo hicimos. Y lo vimos. Lo que plantábamos crecía con una nobleza que asustaba.

Un día, llevamos nuestras calabazas al mercado. La gente no lo creía. Algunos pensaron que eran de cartón, otros que les habíamos metido aire como a las llantas. Una mujer gritó que eran cosa del demonio. Pero cuando las partieron, vieron su carne tierna y dorada, y el dulzor natural que no se compra ni se finge.

Pronto otros quisieron imitar el milagro. Escarbaron sus tierras, recitaron oraciones, usaron fertilizantes de todos los colores. Pero no fue lo mismo. Porque no era cuestión de técnica, sino de sintonía.

Con el tiempo, las luces dejaron de venir. O quizá dejaron de mostrarse. Las calabazas volvieron a su tamaño humilde, y los hombres también.

Mi tío Gabino se fue de este mundo con los pies polvosos y la frente en alto. En su cuaderno dejó dibujos de surcos y símbolos, como un códice campesino. Los he mostrado a ingenieros y científicos, pero ninguno entiende. Yo sí, aunque no con la mente, sino con las manos.

Porque algunos secretos no se entienden: se cultivan.

Y yo, que he visto los sembradores del cielo, te digo esto: la tierra escucha, y el cielo responde. A veces, hasta nos enseña. Solo hay que callar lo suficiente para oírlo.

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