LOS SEMBRADORES DEL CIELO
Dicen los antiguos —los que
hablan poco y miran hondo— que hubo un tiempo en que la tierra de Valle de
Santiago no solo paría maíz y calabaza, sino milagros disfrazados de hortaliza.
Fue allá por los años setenta, cuando las noches aún eran negras como tinta de
mezquite, y los cráteres de las Siete Luminarias guardaban secretos más viejos
que el hombre.
Yo era joven entonces, apenas
un mozo con los pies descalzos y la cabeza llena de nubes. Ayudaba a mi tío
Gabino, un hombre de pocas palabras y mirada torva, que sembraba junto al
cráter del Rincón de Parangueo. Esa tierra era buena, eso lo sabíamos, pero
nadie se explicaba por qué en nuestra parcela las verduras crecían como si
hubieran probado el elixir de los dioses: calabazas del tamaño de cántaros,
zanahorias que parecían remos, rábanos tan pesados que hacían sudar al burro.
—La tierra no es toda nuestra
—me dijo un día mi tío, mientras contemplaba los surcos como si fueran líneas
de un texto sagrado—. Aquí hay manos que no se ven… y ojos que no duermen.
No entendí entonces. Pero una
noche, lo vi.
Era luna llena. El campo
dormía, y el aire estaba quieto como antes de una tormenta. Me despertó una luz
azul, suave y viva, que parecía flotar sobre la milpa. Me levanté en silencio y
salí, con el corazón haciendo tambor en el pecho. Y allí estaba: una esfera
translúcida, como de cristal respirando, suspendida a un metro del suelo. No
hacía ruido, no quemaba, no huía. Solo flotaba, como si revisara la cosecha con
una calma inhumana. Luego se alzó lentamente, y desapareció entre las
estrellas.
Desde entonces, mi tío ya no
se guardó nada. Me contó que él la había visto antes. Que incluso —y aquí su
voz se quebró—, le había hablado. Pero no con palabras, no. Le mostraron
visiones: surcos en espiral, semillas envueltas en luz, diagramas que parecían
escritura pero estaban vivos. Le enseñaron, según dijo, a sembrar con la fuerza
del cráter, con la respiración de la tierra misma.
Y lo hicimos. Y lo vimos. Lo
que plantábamos crecía con una nobleza que asustaba.
Un día, llevamos nuestras
calabazas al mercado. La gente no lo creía. Algunos pensaron que eran de
cartón, otros que les habíamos metido aire como a las llantas. Una mujer gritó
que eran cosa del demonio. Pero cuando las partieron, vieron su carne tierna y
dorada, y el dulzor natural que no se compra ni se finge.
Pronto otros quisieron imitar
el milagro. Escarbaron sus tierras, recitaron oraciones, usaron fertilizantes
de todos los colores. Pero no fue lo mismo. Porque no era cuestión de técnica,
sino de sintonía.
Con el tiempo, las luces
dejaron de venir. O quizá dejaron de mostrarse. Las calabazas volvieron a su
tamaño humilde, y los hombres también.
Mi tío Gabino se fue de este
mundo con los pies polvosos y la frente en alto. En su cuaderno dejó dibujos de
surcos y símbolos, como un códice campesino. Los he mostrado a ingenieros y
científicos, pero ninguno entiende. Yo sí, aunque no con la mente, sino con las
manos.
Porque algunos secretos no se
entienden: se cultivan.
Y yo, que he visto los
sembradores del cielo, te digo esto: la tierra escucha, y el cielo responde. A
veces, hasta nos enseña. Solo hay que callar lo suficiente para oírlo.
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