"PELEA DE GALLOS"
Por allá, en los años que ya nadie recuerda —los treinta, cotaban los abuelos—, en la Ciudad de México se juntaban los que hacían de la vida un retrato, una canción o un chisme impreso. Era los sábados, cuando el sol todavía se colaba entre los cables del tranvía, y decían que en un club bien escondido, como queriendo pasar desapercibido, se reunía la gente del arte: pintores con olor a trementina, músicos con ojeras de desvelo, periodistas que no sabían estarse callados, y uno que otro escritor con cara de no haber dormido en años.
Y
entre todos ellos, había un tal Antonio Arias Bernal, dibujante de los buenos,
nacido en Aguascalientes, tierra seca pero con alma festiva. A Antonio le
decían que se entendía con las sombras, que sus caricaturas hacían más ruido
que los discursos de los políticos. Tenía el don de la risa fácil y la mirada
rápida. Uno de esos hombres que nacen para contar el mundo sin abrir la boca.
Fue por ese tiempo que llegó a la ciudad un muchacho de acento distinto, chileno de Valparaíso, Juan S. Garrido, con una guitarra al hombro y los ojos llenos de preguntas. Venía buscando algo, aunque ni él sabía bien qué era.
Una vez, en una de esas tertulias de humo y aguardiente, Garrido empezó a contar de una feria que había visto en Acolman. Habló de luces, de piñatas colgando como estrellas, de niños corriendo con la cara sucia de alegría. Y mientras hablaba, todos lo escuchaban como quien oye un sueño. Todos, menos Antonio, que sin dejar de sonreír, le dijo bajito:
—Eso no es feria, Juanito. Si de veras quieres saber lo que es una, ven a Aguascalientes, en abril, a la Feria de San Marcos.
Juan,
con la sencillez de los que se dejan llevar por la curiosidad, respondió:
—Pues iremos, don Antonio. A ver si es cierto.
Y llegó abril, con su calorcito y su polvo levantado. Antonio fue a buscarlo. Subieron al tren junto con un puñado de artistas y políticos que olían a colonia cara y a discursos largos. Viajaron toda la noche. Al amanecer, la estación de Aguascalientes los recibió como si fueran parientes largamente esperados: con flores, con música, con reinas de belleza que sonreían, aunque ya tenían los pies cansados.
Juan bajó del vagón, y apenas puso pie en tierra, el mundo cambió. Lo envolvió un torbellino de colores, de voces, de aromas espesos. Había gallos cantando en la distancia, toros esperando su turno, bailes, vino, canciones. Y el tiempo, allá, parecía haberse detenido, como si no tuviera más prisa que la del viento que barre la plaza.
Ya de regreso en la ciudad, Antonio —con esa sonrisita suya, la misma con la que parecía estar siempre contando un chiste— le preguntó:
—¿Qué te pareció la feria, Juanito?
Juan,
que nunca se quedaba sin palabras, apenas pudo decir:
—Una
maravilla.
—Entonces
dila con una canción —le dijo Antonio.
Y
Juan río, como quien acepta un desafío que le nace del corazón.
Pasaron
los días. En cada reunión, Antonio lo picaba:
—¿Y
la canción, Juanito? ¿Ya la tienes?
Pero
Juan, con esa risa nerviosa que tienen los que cargan un secreto bonito, le
daba largas. Hasta que un día, ya medio fastidiado, le dijo:
—Mi
estimado Toño, ya está lista. Te la canto cuando quieras.
Antonio no perdió el tiempo:
—Este sábado voy por ti. Llevo unos vinitos de Aguascalientes. Y, de paso, traigo a dos paisanos, ¿no te molesta?
—Claro que no —respondió Juan, sin saber lo que le esperaba.
Y así fue como, el sábado 20 de abril de 1935, cuando el sol se estiraba a placer en los patios, tocaron a la puerta de la casa de Garrido. Y no eran dos paisanos cualquiera. No, señor. Eran Alfonso Esparza Oteo y Manuel M. Ponce. Dos nombres que pesaban más que una locomotora. Uno, alma de la música popular mexicana. El otro, señor de la música clásica, creador de "Estrellita", canción que ha viajado más que cualquier político.
Comieron, bebieron y, cuando el vino ya les había aflojado el alma, Juan los llevó a su estudio y les mostró la canción. Se llamaba “Pelea de Gallos”.
Los dos músicos se quedaron callados. Garrido, por dentro, sentía que el corazón le golpeaba el pecho como un tambor de fiesta.
Alfonso habló primero:
—La letra está bien, me gusta lo que cuenta. Si quieres, le metemos ritmo bravo, de esos de tierra caliente. Algo jalisciense.
Juan asintió, agradecido.
Luego,
don Manuel Ponce, que era hombre de pocas palabras, lo miró con calma y dijo:
—Mira… sólo hay una cosa que no me gusta.
Garrido tragó saliva.
Ponce sonrió.
—Lo que no me gusta es que no se me haya ocurrido a mí componerla.
Y
así fue. Aquella canción, nacida del polvo de la feria, fue cantada ese mismo
año en San Marcos. Desde entonces, no hay abril que no la escuche el viento de
Aguascalientes. Y no hay feria que no la tenga por himno, como si en cada nota
volvieran a cantar los gallos, los niños, los viejos y los recuerdos de aquel
sábado en que todo comenzó.
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