La existencia humana puede concebirse como una larga caravana que serpentea por los vastos y polvorientos caminos del tiempo, atravesando reinos invisibles y paisajes de alma y memoria. Al inicio de esta travesía, emprendemos el camino guiados por aquellos primeros faros de amor y protección: los padres, los abuelos, quienes con manos temblorosas pero sabias nos enseñan a dar los primeros pasos en el incierto mundo.
En las primeras etapas, la caravana avanza lenta, bajo su tutela, mientras vamos aprendiendo no sólo a caminar, sino a mirar. A mirar con asombro, con miedo, con deseo. Luego, con el paso de las estaciones, se van uniendo nuevas almas al cortejo: amistades nacidas del juego y la complicidad, maestros que siembran preguntas en lugar de certezas, amores que encienden la llama del anhelo y la pérdida. Cada uno, con su presencia fugaz o duradera, transforma el paisaje del viaje.
Pero la naturaleza de toda caravana es el cambio. Algunos compañeros detienen su marcha en posadas invisibles, otros se desvían en la bruma de las decisiones o se disuelven como ecos entre la multitud. Hay quienes se adelantan, dejando tras de sí una estela de nostalgia, mientras nosotros debemos continuar, llevando no sólo nuestras cargas, sino también las ausencias que se han vuelto parte de nosotros.
Sin embargo, el camino jamás queda del todo vacío. Nuevas presencias emergen entre las arenas del devenir: voces frescas, manos tendidas, corazones dispuestos a compartir el trecho. Con cada encuentro, el viaje se enriquece, y en cada despedida, la vida se redefine. Porque no conocemos el número de estaciones que nos aguardan, ni quién será el último rostro que veamos antes del silencio.
Y no obstante, como comprenderá aquel que ha mirado de frente el misterio de la vida, el verdadero sentido no reside en el destino último, sino en el propio transitar. En los vínculos que trenzamos en el movimiento, en los momentos de sombra y luz compartida. La vida es, en esencia, un peregrinaje de almas que se rozan, se acompañan, se transforman mutuamente y luego siguen su curso, dejando huellas indelebles en el corazón de quien supo caminar con los ojos abiertos.
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