Se cuenta, entre murmullos del pasado, que allá por la
década de 1830, en un bazar bullicioso de la antigua Génova, se celebraba una
subasta de antigüedades. Entre candelabros de plata, relojes olvidados y mapas
con bordes deshilachados, apareció un objeto humilde: un viejo violín,
polvoriento y maltrecho, con el barniz resquebrajado por los años.
—¡Una sola lira sarda por este antiguo Stradivarius! —clamó
el pregonero, alzando el instrumento como si anunciara una joya olvidada.
Los presentes se miraron entre sí con una mezcla de asombro
y desconfianza. ¿Un Stradivarius auténtico por una lira? Aquello olía más a
cuento que a ganga. Uno de los curiosos se acercó, tomó el arco con aire
escéptico y lo deslizó sobre las cuerdas. El sonido que emergió fue una nota
ronca y desafinada, que estremeció más de una nuca, aunque no precisamente de
emoción. Con gesto desilusionado, volvió a dejar el instrumento en su estuche,
como quien suelta un objeto sin alma.
El silencio se hizo pesado. Nadie ofrecía ni siquiera
aquella única lira. El pregonero ya estaba por retirarlo de la mesa, resignado,
cuando una figura anciana emergió del fondo del bazar. Era un caballero de
porte humilde, pero de ojos profundos y manos hábiles. Se acercó al violín con
la reverencia de quien saluda a un viejo amigo, lo tomó con suavidad, ajustó
las clavijas, afinó las cuerdas... y entonces tocó.
Y lo que brotó de aquellas cuerdas no fue una melodía
cualquiera, sino una cascada de notas tan puras y sublimes que por un instante,
el bazar entero pareció detener su respiración. El viejo violín, hace un
momento despreciado, cantaba como si recordara quién era en realidad.
Un murmullo de asombro recorrió la sala. Nadie daba
crédito a lo que veía.
Solo después, alguien reconoció al anciano que había
obrado el milagro: era nada menos que Niccolò Paganini, el legendario virtuoso,
el alma viva del violín.
Y así, estimados docentes, como en este relato
encantador, también ustedes están por entrar a un bazar donde cada adolescente
es un instrumento aún por descubrir. Algunos parecerán torpes, mal afinados,
incluso cerrados al mundo.
Pero no olviden esto: lo que hace la diferencia no es el
estado del violín, sino las manos que lo tocan.
Cada uno de ustedes tiene la oportunidad —y la
responsabilidad— de ser ese maestro que ve más allá del polvo, que afina con
paciencia, que inspira con ejemplo y hace vibrar las cuerdas correctas. Porque
detrás de cada joven aparentemente ordinario, puede esconderse un alma
extraordinaria... esperando ser despertada por un verdadero educador.
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