¿Los muertos también merecen descanso?
A lo largo de la historia, las civilizaciones han rendido culto a sus muertos. Desde los sepulcros sellados de los faraones egipcios hasta la costumbre cristiana de dar “cristiana sepultura”, los vivos hemos creído, con mayor o menor convicción, que el descanso eterno merece respeto. Sin embargo, en pleno siglo XXI, pareciera que ese respeto ha caducado… al menos si se trata de los muertos ajenos.
Hoy en día es perfectamente normal que los restos momificados de un antiguo rey, una noble egipcia o una señora anónima del siglo XIX sean exhibidos tras un cristal, iluminados por reflectores y observados por miles de visitantes al año, en museos o ferias. ¿Qué pensaríamos si se tratara de nuestros propios familiares? ¿Nos parecería igual de “educativo” si el cuerpo expuesto fuera el de nuestra madre, nuestro abuelo o nuestro hijo?
La verdad es que la distancia histórica y cultural nos adormece la empatía. Mientras más remoto sea el origen del cadáver, menos lo vemos como un ser humano que alguna vez amó, sufrió, soñó o creyó. Lo convertimos en objeto, en reliquia, en atracción.
¿Y qué dirían los egipcios que momificaron a sus muertos para alcanzar la eternidad? ¿Qué pensarían de ver sus cuerpos desplazados a miles de kilómetros de su lugar sagrado, observados por ojos extraños, sin ningún rito, sin ninguna reverencia?
Incluso en nuestras propias tradiciones mexicanas, desenterrar un cadáver y mostrarlo públicamente se consideraba una profanación. Pero hoy, las momias de Guanajuato se han vuelto símbolo turístico, como si la tragedia de morir sepultado en vida fuera una anécdota divertida.
Algunos argumentarán que se trata de ciencia, cultura o memoria histórica. Pero ninguna ciencia que cosifica a un ser humano debería llamarse tal. Y ninguna cultura puede justificarse si se edifica sobre la indignidad de los muertos.
Lo que aquí está en juego no es el pasado, sino la conciencia del presente. Porque cada vez que aceptamos mirar un cuerpo como curiosidad, estamos aceptando una cultura que, en el fondo, ya no distingue entre lo humano y lo desechable.
No, no se trata de ocultar la historia ni de negar el estudio del pasado. Pero sí es momento de cuestionar el modo. ¿No podemos honrar la memoria sin exponer los restos? ¿No es posible aprender sin convertir la muerte en espectáculo?
La verdadera civilización no se mide por sus avances tecnológicos, sino por la compasión que muestra por los más vulnerables, incluso por aquellos que ya no pueden alzar la voz. Porque los muertos también fueron personas, y merecen algo más que vitrinas: merecen descanso, silencio y respeto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario