domingo, 25 de mayo de 2025

LA LINTERNA DEL PADRE PANCHITO

 



Era una de esas noches en que el cielo pesa y la oscuridad parece más cerrada que de costumbre. Andábamos los chiquillos correteando luciérnagas, cazándolas con ramas de güinares como si fueran estrellas fugaces al alcance de la mano. Las atrapábamos, las metíamos en frascos de vidrio y las veíamos brillar con esa luz tristona, como si supieran que ya no iban a volar más.

 De pronto, la voz de la tía Rafaila nos llamó desde la sombra de la jacaranda:

 —Hijos, ya váyanse a sus casas, que ya cayó la noche y sus madres deben estar preocupadas.

 —¡Nah, le dijo Beto! —. Mi mamá hasta nos echó al perro y mí a la calle, que dizque porque un señor iba a visitarla.

 La tía soltó una risita.

—Bueno, pues si ya los echaron, vengan a sentarse aquí en la banqueta. Les voy a contar una historia, pero luego, derechito a sus casas.

 Nos acomodamos como pudimos. Jorge, que era el más orejón, se me recargó en el hombro con los ojos bien abiertos, como si así pudiera escuchar mejor. La tía inspiró hondo, se cruzó de brazos y dejó que el silencio hiciera su trabajo antes de empezar.

 —Esto pasó en la guerra cristera, cuando el gobierno traía a los padres como gallinas en corral de coyotes. Si los agarraban diciendo misa, eran hombres muertos. Por eso todo se hacía a escondidas: los rosarios, los viacrucis, las bendiciones.

 Se quedó un momento mirando la calle, como si de veras estuviera viendo algo en la noche.

 —El capellán de las monjas de Salvatierra ya estaba viejo para andar huyendo, así que se vino a esconder a la hacienda de San Elías. Llegó en una carreta desvencijada con un baúl misterioso. Unos decían que traía oro, otros que vasos sagrados, otros que armas. Lo cierto es que nadie sabía, pero todos se hacían su cuento.

 Hizo una pausa, se tronó los dedos y luego bajó la voz.

 —Un día, cuando terminaba de dar misa en un rincón del claustro, entraron dos hombres. No dijeron nada. Sacaron un machete, de esos que brillan como agua bajo la luna, y con un sólo tajo le volaron la cabeza.

 Nos quedamos helados.

 —Las mujeres salieron gritando y los asesinos se llevaron la cabeza como si fuera una gallina para el caldo. Los hacendados lo enterraron ahí, bajo el altar viejo, pero su alma nunca descansó.

 Todos tragamos saliva.

 —Desde entonces, dicen que en las noches más oscuras se ve una luz de linterna recorriendo los caminos. Y cuando la gente se acerca para ver quién la lleva, se dan cuenta de que es un hombre… sin cabeza.

 Jorge pegó un brinco y se abrazó a mi brazo.

 —Lo han visto cerca del canal del molino, en el cementerio, en los corrales de la hacienda. Pero nadie se atreve a seguirlo, porque se dice que quien encuentre la cabeza y la entierre junto al padre, recibirá de recompensa un barril de monedas de oro.

 Nos quedamos todos callados. Sólo se oía el zumbido de los grillos y el lejano canto de un gallo despistado. Entonces, la tía señaló un punto en la oscuridad y murmuró:

 —Yo lo he visto dos veces. Justamente… por donde acaba de brillar ese cocuyo.

 No sé quién gritó primero, pero en un santiamén todos salimos corriendo, desparramados como gallinas espantadas, cada quien para su casa, sin mirar atrás.

 Esa noche nadie durmió tranquilo. Y al día siguiente, cuando nos encontramos en la calle, ninguno quiso hablar del asunto. Porque si lo hablábamos, era como si de veras hubiera pasado.

 Y más valía no averiguarlo.

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