Era
una de esas noches en que el cielo pesa y la oscuridad parece más cerrada que
de costumbre. Andábamos los chiquillos correteando luciérnagas, cazándolas con
ramas de güinares como si fueran estrellas fugaces al alcance de la mano. Las
atrapábamos, las metíamos en frascos de vidrio y las veíamos brillar con esa
luz tristona, como si supieran que ya no iban a volar más.
De
pronto, la voz de la tía Rafaila nos llamó desde la sombra de la jacaranda:
—Hijos,
ya váyanse a sus casas, que ya cayó la noche y sus madres deben estar
preocupadas.
—¡Nah,
le dijo Beto! —. Mi mamá hasta nos echó al perro y mí a la calle, que dizque
porque un señor iba a visitarla.
La
tía soltó una risita.
—Bueno,
pues si ya los echaron, vengan a sentarse aquí en la banqueta. Les voy a contar
una historia, pero luego, derechito a sus casas.
Nos
acomodamos como pudimos. Jorge, que era el más orejón, se me recargó en el
hombro con los ojos bien abiertos, como si así pudiera escuchar mejor. La tía
inspiró hondo, se cruzó de brazos y dejó que el silencio hiciera su trabajo
antes de empezar.
—Esto
pasó en la guerra cristera, cuando el gobierno traía a los padres como gallinas
en corral de coyotes. Si los agarraban diciendo misa, eran hombres muertos. Por
eso todo se hacía a escondidas: los rosarios, los viacrucis, las bendiciones.
Se
quedó un momento mirando la calle, como si de veras estuviera viendo algo en la
noche.
—El
capellán de las monjas de Salvatierra ya estaba viejo para andar huyendo, así
que se vino a esconder a la hacienda de San Elías. Llegó en una carreta
desvencijada con un baúl misterioso. Unos decían que traía oro, otros que vasos
sagrados, otros que armas. Lo cierto es que nadie sabía, pero todos se hacían
su cuento.
Hizo
una pausa, se tronó los dedos y luego bajó la voz.
—Un
día, cuando terminaba de dar misa en un rincón del claustro, entraron dos
hombres. No dijeron nada. Sacaron un machete, de esos que brillan como agua
bajo la luna, y con un sólo tajo le volaron la cabeza.
Nos
quedamos helados.
—Las
mujeres salieron gritando y los asesinos se llevaron la cabeza como si fuera
una gallina para el caldo. Los hacendados lo enterraron ahí, bajo el altar
viejo, pero su alma nunca descansó.
Todos
tragamos saliva.
—Desde
entonces, dicen que en las noches más oscuras se ve una luz de linterna
recorriendo los caminos. Y cuando la gente se acerca para ver quién la lleva,
se dan cuenta de que es un hombre… sin cabeza.
Jorge
pegó un brinco y se abrazó a mi brazo.
—Lo
han visto cerca del canal del molino, en el cementerio, en los corrales de la
hacienda. Pero nadie se atreve a seguirlo, porque se dice que quien encuentre
la cabeza y la entierre junto al padre, recibirá de recompensa un barril de
monedas de oro.
Nos
quedamos todos callados. Sólo se oía el zumbido de los grillos y el lejano
canto de un gallo despistado. Entonces, la tía señaló un punto en la oscuridad
y murmuró:
—Yo
lo he visto dos veces. Justamente… por donde acaba de brillar ese cocuyo.
No
sé quién gritó primero, pero en un santiamén todos salimos corriendo,
desparramados como gallinas espantadas, cada quien para su casa, sin mirar
atrás.
Esa
noche nadie durmió tranquilo. Y al día siguiente, cuando nos encontramos en la
calle, ninguno quiso hablar del asunto. Porque si lo hablábamos, era como si de
veras hubiera pasado.
Y
más valía no averiguarlo.
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