Hubo un tiempo en que el fútbol mexicano tenía algo llamado lógica. Hasta antes de 1970, el torneo se jugaba como Dios manda: todos contra todos, el que hiciera más puntos era campeón y se acabó. Sin trucos, sin sorteos, sin milagros de último minuto. Pero claro, eso era demasiado aburrido para los bolsillos de los directivos.
Y fue entonces, tras la resaca del Mundial México 70, cuando a algún genio de pantalón largo se le prendió el foco: ¿Y si en lugar de premiar al mejor, premiamos al que más boletos venda? Voilà: nació la Liguilla, ese invento brillante para alargar el torneo, inflar los ratings y, por supuesto, ordeñar la vaca mediática.
Ya lo decía el sabio Don Fernando Marcos —cronista, analista, y gurú del micrófono—: “La Liga es para sacar campeón; la Liguilla, para sacar dinero.” Y cuánta razón tenía.
La primera Liguilla fue más bien un tímido experimento: solo dos equipos, América y Toluca, se enfrentaron en una final directa. Ganaron las Águilas, cómo no, para que todo iniciara con el pie taquillero. Al año siguiente (1971-72), se animaron con cuatro equipos: América, Cruz Azul, Chivas y Monterrey. Cruz Azul se coronó, probablemente porque aún no sabían que debía ganar el que más vendiera camisetas.
En 1978 se pusieron generosos y subieron la cuota a ocho equipos. Y como eso ya no era suficiente emoción (ni negocio), un día alguien dijo: “¿Y si les damos otra oportunidad a los que ya perdieron?” Así nació el repechaje, ese limbo futbolero donde los mediocres tienen chance de redención.
El “repe” debutó en la temporada 1991-92. La cosa era así: los equipos se dividían en grupos como en kermés escolar, y si eras tercer lugar, todavía podías meterte a la fiesta por la puerta trasera. América, Cruz Azul, Correcaminos (sí, existía), y Veracruz estrenaron ese formato.
Con la llegada de los torneos cortos en 1996, muchos pensaron que el repechaje se iría a descansar, pero no: era demasiado rentable como para dejarlo morir. Siguió hasta 2004, regresó en 2006, y para el 2008 ya había vuelto como ese ex que uno no quiere, pero ahí está en cada fiesta familiar.
Pero el verdadero desparpajo llegó en 2020 con el Guardianes. En plena pandemia, con estadios vacíos y más crisis que goles, la Liga MX dijo: “¿Y si metemos 12 a la Liguilla?” ¡Brillante! De 18 equipos, solo 6 se quedaban fuera. Era como un torneo de inclusión, pero al revés: premiar la mediocridad con pase a la fiesta. La meritocracia lloraba en una esquina.
En 2021, ya era un carnaval: doce invitados a la “fiesta grande”, aunque la mayoría llegaba sin corbata, sin gol, y con el pantalón roto. El negocio mandaba, y el fútbol, ese que jugaban 11 contra 11, se volvió un extra en el show.
Desde ahí, confieso, le perdí la pista a la Liga MX. Me enteré que el América fue tricampeón, aunque solo lo supe porque lo gritaban hasta en los comerciales de shampoo. Los pocos partidos que vi, casi siempre en la peluquería y a la fuerza, me dejaron una sensación peculiar: el VAR solo servía para confirmar que, cuando había dudas, había que ayudar al equipo más rentable. O sea, al que vende más camisetas. ¿Coincidencia? No lo creo.
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