martes, 27 de mayo de 2025

LA VIDA ENTRE EL ESPECTÁCULO Y LA REALIDAD: UNA MIRADA EN LA ERA DE LA VISIBILIDAD

 



Guy Debord, filósofo parisino que no tuvo la desgracia (o la suerte) de ver TikTok, Instagram y esas bestias sociales, ya nos advirtió hace décadas que nuestra sociedad estaba convertida en un gran espectáculo. Y vaya que acertó. Hoy en día vivimos en esa famosa “pantalla global” donde todos quieren aparecer, porque si no, es como si no existieran. ¿Te imaginas que en el futuro le digan a tus nietos: “¿No tienes Instagram? ¿Entonces ni existes?”? Eso o les explicamos que eras un rebelde offline, pero eso vende menos.

El problema es que esa necesidad de mostrarnos y validarnos digitalmente a toda costa puede convertirnos en meros espectadores de nuestra propia vida. Como cuando te pones a ver un maratón de fotos y videos de una fiesta en la que estuviste y te preguntas: “¿Pero yo, realmente, ¿me divertí o solo salgo bien en las fotos?” Porque, seamos sinceros, a veces la vida parece más un desfile de Instagramers que una experiencia vivida con sentido.

¿Vida pública vs. vida privada?

Ahí está la gran cuestión: ¿qué parte de tu vida es para que la vean todos y cuál es solo para ti? En las redes sociales mostramos la cena de Navidad con esos tíos que soportamos porque hay que hacerlo, o la fiesta de cumpleaños donde bailamos como si no hubiera mañana (aunque luego olvidemos la mitad de lo que pasó). Eso es la vida pública. Pero la vida privada… esa que nadie ve ni siquiera con filtro de Snapchat: cuando te levantas con la peor cara, sin ganas de nada, o cuando escribes pensamientos raros que no mandarías ni a tu mejor amigo, ni al vecino, ni a tu perro.

¿Están esas dos vidas en equilibrio? Si tu respuesta es “no”, bienvenido al club. Y ojo, que ese club no tiene redes sociales, solo café, libros y mucha reflexión.

¿La obsesión por mostrar todo?

A veces parece que la única razón para hacer algo es para poder mostrarlo. “¿Fuiste a un restaurante? Fotos. ¿Estás en una fiesta? Selfie. ¿Viste el atardecer? Video con canción dramática.” Y si no, ¿de verdad pasó? ¿O fue solo un invento de tu imaginación? La vida no debería ser un reality show permanente. No somos monitos adiestrados en un circo digital.

Y sí, puede que esto te suene un poco a sermón de abuelo gruñón, pero ¿qué hay de cierto? ¿Cuántas veces has sentido que te pasan cosas y el primer impulso es sacar el teléfono en lugar de simplemente disfrutar el momento?

Un experimento que puede ser revelador

Haz este ejercicio: entra a Facebook o Instagram y clasifica las publicaciones de tus amigos. ¿Cuántas son realmente interesantes o profundas? ¿Cuántas solo sirven para llenar un espacio vacío con “mierda digital”? Ahora haz lo mismo con tus propias publicaciones. ¿No te sorprende cuánto “ruido” generamos con contenido que, siendo sinceros, olvidaremos rápido?

Y no nos hagamos los santos. ¿Quién no ha caído en la trampa de mostrar solo la mejor versión, la foto más “cool” o la frase más ingeniosa para sumar likes y seguidores? Eso es el “sólo pose”, y vaya que es contagioso.

Un momento para la reflexión… y para el chisme

Ahora, pregunta del millón: si recibieras un video privado (como el famoso caso de Mónica Villamore), ¿qué harías? ¿Lo reenviarías de inmediato? ¿Lo publicarías? ¿O lo borrarías y pedirías que desaparezca para siempre? Esa pregunta es como un espejo que nos muestra hasta dónde estamos dispuestos a exponernos y, sobre todo, hasta dónde queremos que se exponga nuestra vida o la de otros.

Deja la cámara, vive el momento

Quizás lo más importante de todo este rollo es que empecemos a usar más los ojos (y los demás sentidos) para vivir, en vez de grabar, fotografiar y compartir compulsivamente. A veces no necesitamos documentar cada instante para que sea real o valioso. La vida tiene que sentirse, no solo mostrarse.

Por eso, dejo este consejo de abuelo digital: apaga la cámara, desconéctate un rato y disfruta el café, la charla o ese atardecer sin pensar en los likes. Eso, amigo, es vivir de verdad.

DONDE SE CRUZAN LOS CAMINOS


La existencia humana puede concebirse como una larga caravana que serpentea por los vastos y polvorientos caminos del tiempo, atravesando reinos invisibles y paisajes de alma y memoria. Al inicio de esta travesía, emprendemos el camino guiados por aquellos primeros faros de amor y protección: los padres, los abuelos, quienes con manos temblorosas pero sabias nos enseñan a dar los primeros pasos en el incierto mundo.

En las primeras etapas, la caravana avanza lenta, bajo su tutela, mientras vamos aprendiendo no sólo a caminar, sino a mirar. A mirar con asombro, con miedo, con deseo. Luego, con el paso de las estaciones, se van uniendo nuevas almas al cortejo: amistades nacidas del juego y la complicidad, maestros que siembran preguntas en lugar de certezas, amores que encienden la llama del anhelo y la pérdida. Cada uno, con su presencia fugaz o duradera, transforma el paisaje del viaje.

Pero la naturaleza de toda caravana es el cambio. Algunos compañeros detienen su marcha en posadas invisibles, otros se desvían en la bruma de las decisiones o se disuelven como ecos entre la multitud. Hay quienes se adelantan, dejando tras de sí una estela de nostalgia, mientras nosotros debemos continuar, llevando no sólo nuestras cargas, sino también las ausencias que se han vuelto parte de nosotros.

Sin embargo, el camino jamás queda del todo vacío. Nuevas presencias emergen entre las arenas del devenir: voces frescas, manos tendidas, corazones dispuestos a compartir el trecho. Con cada encuentro, el viaje se enriquece, y en cada despedida, la vida se redefine. Porque no conocemos el número de estaciones que nos aguardan, ni quién será el último rostro que veamos antes del silencio.

Y no obstante, como comprenderá aquel que ha mirado de frente el misterio de la vida, el verdadero sentido no reside en el destino último, sino en el propio transitar. En los vínculos que trenzamos en el movimiento, en los momentos de sombra y luz compartida. La vida es, en esencia, un peregrinaje de almas que se rozan, se acompañan, se transforman mutuamente y luego siguen su curso, dejando huellas indelebles en el corazón de quien supo caminar con los ojos abiertos.

EL VIOLÍN DE UNA SOLA LIRA SARDA

 



Se cuenta, entre murmullos del pasado, que allá por la década de 1830, en un bazar bullicioso de la antigua Génova, se celebraba una subasta de antigüedades. Entre candelabros de plata, relojes olvidados y mapas con bordes deshilachados, apareció un objeto humilde: un viejo violín, polvoriento y maltrecho, con el barniz resquebrajado por los años.

—¡Una sola lira sarda por este antiguo Stradivarius! —clamó el pregonero, alzando el instrumento como si anunciara una joya olvidada.

Los presentes se miraron entre sí con una mezcla de asombro y desconfianza. ¿Un Stradivarius auténtico por una lira? Aquello olía más a cuento que a ganga. Uno de los curiosos se acercó, tomó el arco con aire escéptico y lo deslizó sobre las cuerdas. El sonido que emergió fue una nota ronca y desafinada, que estremeció más de una nuca, aunque no precisamente de emoción. Con gesto desilusionado, volvió a dejar el instrumento en su estuche, como quien suelta un objeto sin alma.

El silencio se hizo pesado. Nadie ofrecía ni siquiera aquella única lira. El pregonero ya estaba por retirarlo de la mesa, resignado, cuando una figura anciana emergió del fondo del bazar. Era un caballero de porte humilde, pero de ojos profundos y manos hábiles. Se acercó al violín con la reverencia de quien saluda a un viejo amigo, lo tomó con suavidad, ajustó las clavijas, afinó las cuerdas... y entonces tocó.

Y lo que brotó de aquellas cuerdas no fue una melodía cualquiera, sino una cascada de notas tan puras y sublimes que por un instante, el bazar entero pareció detener su respiración. El viejo violín, hace un momento despreciado, cantaba como si recordara quién era en realidad.

Una mano se alzó entre la multitud:
—¡Cien liras sardas por el violín!
—¡Doscientas! —gritó otra voz.
—¡Mil! —exclamó una joven, con ojos brillantes.

La emoción crecía con cada oferta. Finalmente, un caballero de la corte, con gesto solemne, cerró la puja:
—Cinco mil liras sardas.

Un murmullo de asombro recorrió la sala. Nadie daba crédito a lo que veía.

Solo después, alguien reconoció al anciano que había obrado el milagro: era nada menos que Niccolò Paganini, el legendario virtuoso, el alma viva del violín.


Y así, estimados docentes, como en este relato encantador, también ustedes están por entrar a un bazar donde cada adolescente es un instrumento aún por descubrir. Algunos parecerán torpes, mal afinados, incluso cerrados al mundo.

Pero no olviden esto: lo que hace la diferencia no es el estado del violín, sino las manos que lo tocan.

Cada uno de ustedes tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de ser ese maestro que ve más allá del polvo, que afina con paciencia, que inspira con ejemplo y hace vibrar las cuerdas correctas. Porque detrás de cada joven aparentemente ordinario, puede esconderse un alma extraordinaria... esperando ser despertada por un verdadero educador.

 

 

lunes, 26 de mayo de 2025

SIRIO: LA ESTRELLA QUE FASCINA A LA HUMANIDAD DESDE HACE MILENIOS

 

 



Mírala ahí arriba, brillando con un resplandor casi sobrenatural. No es un satélite artificial, ni un planeta... Es Sirio, la estrella más brillante del cielo nocturno. A lo largo de la historia, ha sido guía de navegantes, inspiración de mitos y objeto de fascinación para científicos y soñadores por igual. Pero, ¿qué tiene esta estrella que la hace tan especial?

El diamante del cielo

Sirio —también conocida como la "Estrella Can" por estar en la constelación del Can Mayor— es el objeto más luminoso del firmamento después del Sol, la Luna y algunos planetas. Su brillo es tan intenso que muchas personas, al verla parpadear en el horizonte, creen estar presenciando una estrella de otro mundo. Y en cierto modo, no están tan lejos de la verdad.

A simple vista, Sirio parece una única luz blanca azulada, pero en realidad es un sistema binario: está formada por dos estrellas. La principal, Sirio A, es unas 25 veces más luminosa que el Sol. Su compañera, Sirio B, es una enana blanca, el denso remanente de una estrella ya extinguida.

Un faro celeste con historia

Los antiguos egipcios adoraban a Sirio como una estrella sagrada. Su aparición en el cielo, justo antes del amanecer (lo que se llama su "orto helíaco"), coincidía con las inundaciones del Nilo, un fenómeno vital para la agricultura y la vida. Para ellos, este evento señalaba el inicio del nuevo año.

En Grecia, los antiguos la llamaban "Seirios", que significa "abrasador", y creían que su brillo traía el calor del verano —de ahí la expresión "los días caniculares" o “los días del perro”. Incluso culturas de América, Asia y África tenían leyendas ligadas a esta estrella. Algo tiene Sirio que parece haber encendido la imaginación de todos los pueblos.

A solo un salto cósmico de distancia

Sirio está "relativamente" cerca de nosotros, al menos en términos astronómicos: unos 8.6 años luz. Eso significa que la luz que vemos esta noche partió de allí cuando todavía estábamos... bueno, un poco más jóvenes. En términos comparativos, Sirio es nuestro brillante vecino de al lado en el vecindario cósmico.

Una estrella, muchos misterios

Pero Sirio también ha sido protagonista de teorías más allá de la ciencia. Algunos pueblos africanos, como los dogones de Malí, sorprendentemente sabían que Sirio era un sistema doble mucho antes de que los astrónomos lo confirmaran con telescopios modernos. ¿Cómo lo sabían? ¿Transmisión oral, observación aguda… o algo más? El misterio sigue intrigando a muchos.

Incluso en la ciencia ficción, Sirio ha brillado. Ha sido el hogar imaginario de civilizaciones avanzadas y el destino de viajes interestelares en novelas y películas.

Un espectáculo para tus ojos

Si alguna noche despejada quieres ver a Sirio, solo busca el cinturón de Orión (esas tres estrellas alineadas) y sigue una línea recta hacia abajo. No tardarás en encontrarla: es esa chispa intensa que parece titilar con colores, como un diamante en el cielo.


✨ En resumen...

Sirio no es solo una estrella. Es historia, ciencia, mito y belleza. Un faro cósmico que nos recuerda que, incluso en la oscuridad, hay luces que nos conectan con el pasado, el universo... y con nuestros sueños más profundos.

 

LA LUNA: GUARDIANA DE LA NOCHE Y ESPEJO DEL ALMA

 


En el cielo nocturno, cuando el Sol se retira y el mundo se sumerge en sombras, ella aparece: serena, pálida, resplandeciente. La Luna. Un farol de plata flotando en la oscuridad, una diosa antigua, una confidente eterna que ha guiado navegantes, inspirado poetas y hechizado a enamorados desde la cuna de la humanidad.

Pero más allá de su luz encantadora, la Luna es también una obra maestra cósmica, un testigo silencioso de la historia de nuestro planeta... y quizá de nuestros sueños más profundos.


Un nacimiento violento, una belleza serena

Hace unos 4.500 millones de años, cuando la Tierra aún era joven y ardiente, un cuerpo del tamaño de Marte —al que llamamos Theia— impactó contra ella en un choque de proporciones titánicas. De ese cataclismo nació la Luna, formada a partir de los escombros lanzados al espacio.

Desde entonces, nuestra Luna ha estado ahí: danzando en una órbita perfecta, atada a la Tierra como una hermana, como un reflejo de lo que somos. La vemos siempre con la misma cara —la cara visible—, una superficie de cráteres antiguos que parecen susurrar secretos del pasado.


Reina de las mareas y musa de lo oculto

La Luna no es sólo hermosa: es poderosa. Su fuerza gravitatoria mueve los océanos, creando mareas que dan ritmo a la vida en la Tierra. Ha influido en calendarios, cosechas, rituales, y aún hoy hay quienes sienten su influencia en los sueños, el cuerpo y el alma.

Durante milenios, se le ha atribuido u
n poder místico. Los antiguos la asociaron con la fertilidad, con la locura (“lunático” viene de "luna") y con lo femenino. En muchas culturas fue vista como una diosa: Selene para los griegos, Ixchel para los mayas, Chang’e para los chinos. Todas distintas, pero todas igual de mágicas.


Un faro para los soñadores

En 1969, por primera vez, los humanos tocaron la Luna. Con botas de astronauta y banderas, pisamos aquel suelo plateado que parecía inalcanzable. Pero incluso tras haber sido visitada por tecnología y ciencia, la Luna no ha perdido su misterio. Porque no se trata sólo de verla… sino de sentirla.

La Luna es el espejo del alma humana. Nos recuerda lo pequeño que somos, pero también lo infinitamente capaces. Nos hace mirar al cielo y preguntarnos qué más hay allá afuera, y qué más hay aquí dentro.


La Luna en nosotros

Hay noches en que la Luna llena se eleva sobre el horizonte como un ojo brillante que lo ve todo. Nos hace callar. Nos obliga a mirar hacia arriba. Y en ese instante, aunque estemos sólos, nos sentimos conectados con todos los que alguna vez alzaron la vista y se maravillaron igual que nosotros.

Porque, en el fondo, todos llevamos un poco de Luna por dentro: ese deseo de lo inalcanzable, esa luz que no quema pero guía, esa belleza que no necesita explicación.


Epílogo: El corazón de la noche

La Luna no grita. No ruge como el Sol. Ella susurra. Y en sus susurros están nuestras historias, nuestras penas, nuestras canciones y nuestros sueños.

La próxima vez que la veas brillar en lo alto, detente un segundo. Respira. Escúchala. Tal vez, sólo tal vez, te cuente un secreto que no puedes oír durante el día.

 

EL ABRAZO CÓSMICO: EL FUTURO CHOQUE ENTRE LA VÍA LÁCTEA Y ANDRÓMEDA

 





En lo profundo del universo, donde el tiempo se mide en miles de millones de años y las distancias se cuentan en años luz, dos gigantes se mueven lentamente hacia un destino inevitable. Son nuestras vecinas galácticas: la Vía Láctea, hogar de nuestro Sistema Solar, y Andrómeda, la galaxia espiral más cercana. Separadas por unos 2.5 millones de años luz, ambas están destinadas a protagonizar uno de los eventos más grandiosos del cosmos: una colisión galáctica.

Un viaje a través del espacio

La Vía Láctea es una galaxia espiral con unos 100.000 años luz de diámetro y contiene entre 100.000 y 400.000 millones de estrellas, una de las cuales es nuestro Sol. Su forma recuerda a un remolino gigantesco, con brazos en espiral que giran lentamente alrededor de un núcleo denso y brillante, probablemente habitado por un agujero negro supermasivo conocido como Sagitario A*.

Por su parte, Andrómeda (M31) es aún más masiva y brillante. Contiene cerca de un billón de estrellas y es visible desde la Tierra a simple vista en cielos oscuros. También es una galaxia espiral, pero de mayor tamaño: unos 220.000 años luz de diámetro.

Ambas se mueven por el cosmos a velocidades vertiginosas. Y, sorprendentemente, Andrómeda se dirige directamente hacia nosotros a una velocidad aproximada de 110 km por segundo. Aunque parezca alarmante, esta danza cósmica sólo culminará dentro de unos 4.000 millones de años.


¿Una colisión catastrófica? No exactamente

Cuando pensamos en una colisión, imaginamos destrucción y caos. Pero en el vacío del espacio, las galaxias pueden colisionar sin que sus estrellas choquen directamente entre sí. La razón es simple: el espacio entre las estrellas es inmensamente vasto. Aun así, las fuerzas gravitacionales que se desatarán cuando estas galaxias se encuentren serán colosales.

Durante el proceso de colisión, ambas galaxias se deformarán, estirarán y retorcerán. Los gases y el polvo interestelar interactuarán, desencadenando una explosión de formación estelar, como un espectáculo de fuegos artificiales cósmico. Se estima que el Sol, aunque probablemente sobrevivirá, será lanzado a una órbita diferente, mucho más alejada del centro de la nueva galaxia resultante.


La Galaxia Milkomeda

El resultado final de esta danza será una nueva galaxia, más grande y probablemente elíptica en lugar de espiral, apodada por los astrónomos como "Milkomeda" (fusión de "Milky Way" y "Andrómeda").

Este nuevo hogar cósmico combinará las estrellas, la materia oscura y los agujeros negros de ambas galaxias. Sagitario A* y el agujero negro central de Andrómeda también se fundirán, formando un agujero negro aún más masivo que regirá el núcleo de la nueva galaxia.


Una mirada más allá del tiempo

Aunque esta colisión ocurra dentro de miles de millones de años, su estudio nos permite comprender mejor nuestro lugar en el universo. La danza de la Vía Láctea y Andrómeda no es única. Las galaxias han estado colisionando y fusionándose desde el inicio del tiempo cósmico, en un ciclo eterno de destrucción y creación.

Al observar a Andrómeda en el cielo nocturno, no sólo vemos una vecina celeste, sino un mensaje del futuro, una promesa de lo que algú
n día será: un majestuoso encuentro entre dos titanes galácticos que terminarán fusionándose en una nueva forma, en una nueva historia estelar.


Conclusión

La colisión entre la Vía Láctea y Andrómeda no será el fin, sino una transformación. En el silencio del espacio, donde los relojes marcan eones y no segundos, el universo continúa su evolución constante. Nosotros, como pequeños testigos en un planeta azul, sólo podemos maravillarnos ante la inmensidad del espectáculo que nos espera.

 

VENUS: EL PLANETA HERMOSO… Y ATERRADOR

 



En el cielo del atardecer o del amanecer, hay un lucero que destaca con fuerza, brillante como si fuera una joya colgada del firmamento. Ese es Venus, conocido desde la antigüedad como la "Estrella de la Mañana" o la "Estrella Vespertina", aunque en realidad no es una estrella, sino un planeta. Y no cualquier planeta: es uno de los más fascinantes, contradictorios y misteriosos del sistema solar.

El planeta del amor… con corazón infernal

Venus debe su nombre a la diosa romana del amor y la belleza. A simple vista, parece merecer ese título: es el objeto más brillante en el cielo después del Sol y la Luna. Pero si alguien pudiera aterrizar allí (algo altamente improbable), descubriría que bajo esa apariencia serena se esconde uno de los entornos más extremos y peligrosos del sistema solar.

 Un infierno bajo nubes de ácido

Venus tiene una atmósfera tan densa y opresiva que la presión en su superficie es más de 90 veces la terrestre —equivalente a estar a 1 km bajo el agua en la Tierra. Pero eso no es todo: la temperatura media en su superficie supera los 460°C, ¡más caliente que un horno!

Curiosamente, Venus es más caliente que Mercurio, el planeta más cercano al Sol, debido al efecto invernadero descontrolado provocado por su atmósfera rica en dióxido de carbono. Además, sus nubes están compuestas de ácido sulfúrico... lo cual no ayuda si uno tenía en mente unas vacaciones espaciales.

¿La hermana perdida de la Tierra?

A pesar de su naturaleza hostil, Venus ha sido considerado el "planeta hermano" de la Tierra. Tiene un tamaño y una composición muy similares, y durante siglos los astrónomos se preguntaron si podría haber vida allí. Algunos incluso imaginaban selvas y océanos escondidos tras sus nubes opacas.

Sin embargo, las sondas espaciales que lo visitaron e
n el siglo XX revelaron una verdad muy distinta: un mundo completamente inhabitable, pero que quizás una vez fue más parecido a la Tierra... y perdió el equilibrio.

El planeta que gira al revés (y lentamente)

Venus es también un planeta de rarezas: gira en sentido contrario al de casi todos los demás planetas, y lo hace tan lentamente que un día en Venus (243 días terrestres) es más largo que su año (225 días terrestres). En otras palabras, si vivieras allí, podrías ver el Sol salir por el oeste... muy lentamente.

¿Un nuevo interés para la ciencia (y la ciencia ficción)?

En los últimos años, Venus ha vuelto a captar la atención de los científicos. En 2020 se anunció la posible detección de fosfina en su atmósfera superior, un compuesto que en la Tierra está asociado con la vida. Aunque ese hallazgo sigue siendo debatido, encendió de nuevo la curiosidad por este planeta.

Y claro, Venus también ha sido protagonista de múltiples obras de ciencia ficción: desde civilizaciones ocultas hasta historias de naves que sobrevuelan sus nubes infernales.

El lucero que sigue deslumbrando

Si miras al cielo justo después del atardecer o antes del amanecer, lo verás: ese punto brillante que se roba el espectáculo. Es Venus, eterno y brillante, desafiando lo que creemos saber sobre los planetas y recordándonos que lo hermoso también puede ser inquietante.


Venus nos enseña que el universo no siempre es lo que parece. Que bajo la luz más bella puede esconderse el calor más feroz. Y que incluso los planetas pueden tener un pasado secreto que vale la pena descubrir.

 

LUCES DEL PASADO: EL ASOMBROSO VIAJE DE LA LUZ DE LAS ESTRELLAS

 


Cuando levantamos la vista en una noche despejada, lo que vemos parece un manto tranquilo de puntos brillantes. Las estrellas titilan, algunas parecen más cercanas, otras más lejanas, pero todas nos dan una sensación de presencia, como si nos miraran desde lo alto. Sin embargo, hay un secreto increíble escondido en esa visión nocturna que casi nadie percibe de inmediato:

Muchas de las estrellas que vemos ya no existen.

Sí. La luz que llega hasta nuestros ojos en este preciso instante puede haber partido de su estrella madre hace cientos, miles o incluso millones de años. Algunas de esas estrellas pueden haber cambiado, colapsado… o simplemente desaparecido. Pero su luz aún viaja. A través del tiempo. A través del espacio. Hacia nosotros.

La luz como máquina del tiempo

La velocidad de la luz es la cosa más rápida conocida en el universo: casi 300,000 kilómetros por segundo. A esa velocidad, la luz del Sol tarda apenas 8 minutos y 20 segundos en llegar a la Tierra. Pero cuando hablamos de estrellas, la historia es muy diferente.

La estrella más cercana (después del Sol) está a más de 4 años luz. Eso significa que la luz que vemos de ella esta noche salió cuando aún no sabíamos qué cenar hace cuatro años. Y muchas otras, como Betelgeuse o Deneb, están a cientos o miles de años luz. Su luz comenzó su viaje cuando en la Tierra se construían pirámides, se escribía poesía en tablillas de arcilla o cuando los dinosaurios aún caminaban por lo que hoy llamamos hogar.

Ver el cielo estrellado es como abrir un álbum de fotos del universo... pero las fotos aún están en camino, viajando por el espacio.

Un cielo lleno de fantasmas

Esta idea puede parecer inquietante: algunas de las estrellas que brillan sobre nosotros podrían haber muerto hace siglos. Pero su luz sigue su curso, como un mensaje atrapado en una botella cósmica. Nos llega ahora, como una carta de alguien que ya no está, pero que aún tiene algo que decirnos.

Cada fotón que entra en tu ojo mientras miras el cielo es un mensajero del pasado, un testimonio silencioso de lo inmenso que es el universo, y de lo limitado —pero precioso— que es nuestro momento presente.

Una lección de humildad (y de asombro)

Pensar en las distancias cósmicas puede hacer que uno se sienta pequeño. ¿Qué somos frente a esos millones de años luz, frente a esa luz que sigue viajando aunque su fuente ya se haya extinguido?

Pero también es una razón para maravillarnos. Porque a pesar de esas distancias abismales, esa luz llegó. Tocó nuestros ojos. Fue vista por nosotros, aquí, ahora. En este rincón del universo, fugaz y frágil, hemos aprendido a mirar hacia arriba y a preguntarnos cosas que ningún otro ser conocido ha podido siquiera imaginar.

 Mirar el cielo con nuevos ojos

La próxima vez que veas una estrella, piensa que quizás estás viendo una historia antigua. Que esa luz cruzó galaxias, tiempo y oscuridad solo para brillar unos segundos en tu mirada. Y que tú, al verla, completas ese viaje.

Porque mirar una estrella no es solo un acto de observación: es una conexión entre el ahora y un “entonces” remoto. Es un recordatorio de que, en este vasto y misterioso cosmos, somos testigos del pasado, soñadores del futuro y habitantes del presente.


El cielo nocturno no es un mapa del universo actual… es un archivo vivo del tiempo.

EL HOMBRE QUE CALCULABA: UNA AVENTURA MATEMÁTICA COMO NUNCA IMAGINASTE

 




 


En un rincón del mundo donde las dunas doradas se confunden con los sueños, nace una historia fascinante que combina el misterio del Oriente con el ingenio puro de las matemáticas. El hombre que calculaba, obra del brasileño Malba Tahan (seudónimo del profesor Júlio César de Mello e Souza), no es sólo un libro: es un encantador viaje de números, lógica, acertijos y sabiduría envuelto en el aroma exótico de la antigua Persia.

¿Quién es “el hombre que calculaba”?

Su nombre es Beremiz Samir, un joven pastor que posee una mente matemática tan prodigiosa como serena. Al igual que un sabio de Las mil y una noches, Beremiz recorre el mundo resolviendo problemas con elegancia, diplomacia y —por supuesto— aritmética. Pero sus habilidades van mucho más allá de las operaciones básicas: transforma cada desafío en una oportunidad para mostrar que las matemáticas pueden ser no sólo útiles, sino también bellas.

Desde calcular repartos justos entre herederos hasta resolver disputas con ingeniosos razonamientos, Beremiz va deslumbrando a califas, mercaderes y viajeros. Sus aventuras, relatadas por un narrador que lo acompaña fielmente (al estilo de Watson con Sherlock Holmes), están cargadas de moralejas, enseñanzas y un sutil humor oriental.

Un puente entre dos mundos

Lo que hace especial a El hombre que calculaba no es sólo su protagonista carismático, sino la manera en que Tahan logra fusionar dos mundos aparentemente opuestos: la aridez que muchos asocian con las matemáticas y la riqueza narrativa de los cuentos árabes. Cada capítulo se siente como una fábula, con problemas que parecen mágicos pero se resuelven con pura lógica.

Además, el libro no está pensado sólo para matemáticos. Cualquiera puede disfrutarlo, aunque no sea amante de los números. De hecho, muchos lectores lo descubren en la escuela como lectura obligatoria… y terminan agradeciéndolo toda la vida.

Una joya pedagógica

Malba Tahan no escribió esta novela por casualidad. Como profesor de matemáticas, buscaba despertar la curiosidad y el entusiasmo de sus alumnos por una materia que a menudo se percibe como árida o difícil. Y lo logró con creces. El estilo ameno, las anécdotas sorprendentes y la riqueza cultural del relato hacen de El hombre que calculaba una herramienta pedagógica disfrazada de cuento.

Incluso hoy, décadas después de su publicación original en 1938, sigue siendo uno de los libros más recomendados para introducir a los jóvenes en el pensamiento lógico y matemático de una manera accesible y divertida.

Un homenaje a la inteligencia

Más allá de su valor literario o educativo, El hombre que calculaba es, en esencia, un homenaje a la inteligencia. No sólo la matemática, sino también la emocional, la ética y la creativa. Beremiz Samir no resuelve problemas para lucirse, sino para mejorar el mundo a su alrededor. Y quizás por eso su historia sigue viva, recordándonos que pensar bien también puede ser una forma de actuar bien.

 

Los dioses que viven en las palabras (Parte II)

 


A menudo decimos que alguien se quedó en los brazos de Morfeo para referirnos a quien cayó profundamente dormido. Pero, ¿quién era Morfeo? En la mitología griega, Morfeo era el dios del sueño, hijo de Hipnos (el sueño) y nieto de Nix (la noche). Era quien aparecía en los sueños humanos tomando forma humana. La morfina, potente analgésico que adormece el dolor y sumerge al paciente en un letargo, debe su nombre precisamente a este dios.

Narcisismo y eco de amor

El narcisismo, tan mencionado hoy en psicología y redes sociales, tiene su origen en el mito de Narciso, aquel joven de deslumbrante belleza que, al ver su propio reflejo en un estanque, se enamoró de sí mismo y murió contemplando su imagen. La flor que lleva su nombre brotó en el lugar donde su cuerpo fue hallado.

Y en la misma leyenda aparece Eco, una ninfa condenada a repetir las últimas palabras que escuchaba. Despreciada por Narciso, su cuerpo se desvaneció hasta no quedar de ella más que su voz. Así, en una caverna o un cañón, cuando escuchamos un eco, también estamos evocando a la enamorada abandonada.

Orestes, Tántalo y el peso del pasado

En los estudios psicológicos se habla del complejo de Orestes como aquel que define a quien vive con una culpa persistente y deseos de expiación. Orestes, hijo de Agamenón, mató a su madre Clitemnestra para vengar a su padre y fue perseguido por las Erinias, diosas de la venganza, hasta enloquecer.

Otro nombre que ha dejado huella es Tántalo, rey condenado en el Hades a permanecer eternamente con hambre y sed, aun estando rodeado de agua y frutas que siempre se alejaban de su alcance. De allí nace el verbo tentar y el adjetivo tántalo, que alude a un deseo insatisfecho o a la tortura de tener algo cerca, pero inalcanzable.

Pandemonio y pánico

El pánico no es solo una emoción desbordada; es también un legado de Pan, el dios de los pastores y los campos, cuyo aspecto era mitad hombre y mitad cabra. Su grito era tan estridente y aterrador que causaba espanto entre quienes lo escuchaban. De ahí que al miedo irracional y repentino se le llame pánico.

Y cuando todo parece caos y confusión, decimos que hay un pandemonio, palabra formada por “Pan” (todo) y “daimon” (espíritu o demonio). En su uso moderno, alude a un desorden ruidoso, infernal, como salido del inframundo mitológico.

De titanes, ciclopes y gigantes

Cuando hablamos de tareas titánicas, evocamos a los Titanes, dioses primigenios de enorme fuerza que lucharon contra los olímpicos. Lo gigante remite también a seres míticos de proporciones descomunales, mientras que ciclópeo proviene de los Cíclopes, aquellos monstruos de un solo ojo que, según Homero, habitaban islas lejanas y comían carne humana.

Sirenas, odiseas y monstruos

Llamamos sirena tanto a las criaturas marinas que, con su canto, encantaban a los marinos en la Odisea, como al dispositivo que emite un sonido penetrante. Las odiseas, por su parte, hacen alusión directa a las largas y difíciles travesías del héroe griego Odiseo (Ulises para los romanos), cuyos viajes dieron nombre a toda empresa complicada y repleta de desafíos.

Hipnotismo, caos y clímax

Hipnosis y hipnotizar derivan de Hipnos, el dios del sueño. El caos, entendido como confusión absoluta o desorden primordial, era, en la mitología griega, el estado inicial del universo antes de que surgiera el orden. El clímax, por otro lado, era la “escalera” o punto culminante del discurso, y en el teatro griego indicaba el momento de mayor tensión en la tragedia.


Epílogo: ¿y los dioses? Siguen aquí, en nuestras palabras

Así pues, aunque los templos se hayan derrumbado y ya nadie ofrezca sacrificios a Júpiter o libaciones a Dionisio, ellos no se han ido del todo. Siguen hablándonos cada vez que decimos “lunes”, “bacanal” o “fénix”. Nos habitan en los sueños, en el lenguaje, en la poesía, en la ciencia y en la cotidianidad.

No hay oración cotidiana que no contenga, oculta entre sílabas, la sombra de un mito. Y quizás, al reconocerlos, estemos también reconociendo una parte de nosotros: la que aún cree, aún se asombra y aún recuerda que las palabras tienen historia, y que esa historia —a veces— fue una vez divina.

Los dioses que viven en las palabras (Parte I)

 




Muy lejos quedó el tiempo en que los dioses griegos y romanos, con sus intrincadas historias, eran tomados como verdad. Lo que antes fue religión, hoy es mitología. Sin embargo, esas antiguas deidades siguen vivas, escondidas en palabras que usamos todos los días sin darnos cuenta.

Vulcano y las llantas
Cuando llevamos un neumático a reparar en una vulcanizadora, invocamos, sin saberlo, a Vulcano, el dios del fuego. Él era el herrero del Olimpo, y de su nombre nacieron tanto las vulcanizadoras como los volcanes.

Venus y el amor peligroso
Venus, la diosa romana del amor, dejó su rastro en palabras inesperadas. Veneno, por ejemplo, originalmente era una pócima amorosa. Las enfermedades venéreas tienen su origen en los excesos del amor físico. Incluso el verbo venerar y el nombre del día viernes llevan su impronta.

La manzana de la discordia
La expresión “la manzana de la discordia” proviene de una historia que parece telenovela mitológica: Eris, diosa del caos, arrojó una manzana dorada en una boda a la que no fue invitada. La disputa entre Afrodita, Atenea y Hera por esa manzana terminó desencadenando la Guerra de Troya.

Panteón: del Olimpo al cementerio
En México, un panteón es el lugar donde descansan los muertos. Pero en griego, panteón significa “todos los dioses” y se refería a los templos dedicados a ellos. Con ironía, los mexicanos bautizaron así los humildes cementerios.

Mercurio y los mercados
Mercado, mercancía, comercio, mercería... todas estas palabras derivan de Mercurio, el veloz dios mensajero, que también protegía a los comerciantes.

Marte y el martes
Marte, dios de la guerra, nos dejó palabras como marcial (relativo a lo militar) y el nombre del martes. Por eso se dice: “en martes, ni te cases ni te embarques”.

Las musas y la inspiración
Cuando vamos a un museo, escuchamos música o admiramos un mosaico, recordamos a las Musas: nueve hermanas divinas que inspiraban las artes, la poesía y la ciencia.

Afrodita y lo afrodisíaco
Afrodita, diosa del amor y la belleza, nacida —según la leyenda— de la espuma del mar, fue esposa infiel de Vulcano y amante de varios dioses y mortales. Su nombre vive en palabras como afrodisíaco, que aluden al deseo sensual.

Ambrosía, el manjar divino
La ambrosía era el alimento celestial que otorgaba juventud y belleza eternas. Hoy, llamamos así a cualquier comida exquisita, “nueve veces más dulce que la miel”.

Amazonas, mujeres guerreras
Las amazonas eran mujeres guerreras que vivían sin hombres. Se dice que se extirpaban un pecho para manejar mejor el arco. De ellas proviene el nombre del gran río sudamericano y el término que usamos para describir a mujeres fuertes o jinetes femeninas.


¿Te sorprendieron estas conexiones?
En la segunda parte exploraremos a otras figuras como Atlas, el Ave Fénix, Baco, Electra, Hércules, Filípides, Morfeo… y veremos cómo estos nombres siguen dando forma a nuestras palabras y expresiones cotidianas.

No te pierdas la segunda entrega de “Los dioses que viven en las palabras”

 

La lanza de Lucrecio: ¿dónde termina el universo?

 



Imagina esto: estás a bordo de un cohete que se aleja sin freno hacia los confines del cosmos. Más allá de nebulosas, galaxias y el Spotify interestelar, te asalta una pregunta inquietante… ¿llegarás al borde del universo? ¿Y si lo haces, qué hay del otro lado? ¿Un muro? ¿Un cartel de “Aquí termina el todo”? ¿Un letrero de “Propiedad privada, no arrojar lanzas”?

Esta inquietud no es nueva. Hace más de dos mil años, Lucrecio, poeta y filósofo romano (99 a. C. – 55 a. C.), ya se devanaba los sesos con esta idea. Su solución fue elegante y perturbadora: el experimento de la lanza.

Según Lucrecio, si el universo tiene un límite, uno podría acercarse a ese borde y lanzar una lanza contra él. Ahora bien, si la lanza pasa el supuesto borde, entonces... bueno, no era el borde. Y si choca y rebota, entonces debía haber algo del otro lado que detuvo su avance, lo cual implica que ese “algo” también forma parte del universo. Conclusión romana: el universo no tiene fin. Es infinito. Punto para Lucrecio.

Pero claro, eso fue antes de que la física moderna llegara con sus ecuaciones, telescopios espaciales y cerebros fritos por la relatividad. Hoy la historia es más compleja.

Desde que un tal Albert Einstein nos sacudió con su teoría de la relatividad, entendimos que el espacio no es un escenario plano y aburrido. No, señor. El espacio se curva, como una hamaca cósmica, gracias a la gravedad. La Luna, por ejemplo, no gira alrededor de la Tierra porque esta la “jale”, sino porque el espacio-tiempo está curvado y ella, pobrecita, solo sigue la ruta de menor resistencia.

¿Te cuesta imaginarlo? Piensa en esas alcancías con forma de embudo gigante: tiras una moneda y esta gira y gira hasta caer al centro. La Luna es esa moneda, la Tierra es el embudo, y el espacio… bueno, ya entendiste.

Con esto en mente, si volviéramos al experimento mental de Lucrecio, la lanza no iría en línea recta hacia el fin del universo, sino que empezaría a orbitar, atrapada por la curvatura del espacio. Y si le das la fuerza suficiente, quizás logre escapar y se pierda en la inmensidad… pero nunca chocará con un “límite” sólido.

Ahora bien, ¿es el universo plano o curvo? Según las mediciones más modernas, como las del satélite WMAP (lanzado en 2001), el universo es, en términos generales, esencialmente plano. Esto significa que, en gran escala, la lanza seguiría viajando eternamente. Y esto, curiosamente, reivindica la intuición de Lucrecio: el universo, por lo que sabemos hoy, no tiene fin.

El físico Lawrence Krauss lo dice claro: si el universo es plano, entonces es infinito en extensión espacial. No hay paredes cósmicas. No hay letreros de “hasta aquí”. Hay, simplemente, más universo.

Pero aquí no termina el asunto. Porque si el universo es infinito… ¿cómo es que se expande? ¿Hacia dónde se expande algo que no tiene límites? ¿Y qué hay más allá de eso que se está “expandiendo”? ¿La nada? ¿Y si lanzamos una lanza contra esa nada… qué le pasa?


Preguntas para perder el sueño (o para debatir con café en mano):

  1. ¿Crees que el universo debe ser infinito, como proponía Lucrecio?

  2. Si el universo es finito, ¿está rodeado por “nada”? ¿Tiene sentido esa idea?

  3. ¿Tiene lógica lanzar una lanza a la nada absoluta, o es una contradicción en sí misma?

  4. Y si el universo es infinito… ¿significa que hay infinitas estrellas, galaxias… y quizás infinitas versiones de ti leyendo este blog?


La lanza de Lucrecio sigue volando. ¿Y tú? ¿Hasta dónde te atreves a lanzarla?

LA HACIENDA CARMELITA DE SAN ELÍAS EN MARAVATÍO DEL ENCINAL.

 


Dicen los viejos que la hacienda de San Elías ya no es más que un puñado de piedras olvidadas por el tiempo, pero en las noches de viento todavía se oyen los ecos de las campanas y el murmullo de las oraciones perdidas. Alguna vez fue un paraíso de cantera y cal, una joya de la arquitectura novohispana que se extendía con sus 122 metros de fachada como un sueño de orden y simetría en medio del Bajío indómito.

Hacia el poniente, el portón se alzaba majestuoso, coronado por almenas y troneras como si aún esperara a los hombres que nunca volvieron. Arriba, como un emblema de lo divino, una flor de Liz invertida enmarcaba el escudo de la orden del Monte Carmelo, aquel mismo que, en otro tiempo, resplandecía en los escapularios de la Virgen del Carmen, colgando de los pechos de los hombres que buscaban el consuelo de la fe. 

A cuarenta metros del portón, como un centinela imperturbable, el torreón del norte velaba la hacienda. Hacia el sur, ochenta y dos metros más allá, la espadaña y su cúpula menuda se recortaban contra el cielo, con un arco de herradura sosteniendo el peso de las campanas que llamaban a misa y anunciaban la muerte. Allí, en ese rincón donde el sol dibujaba sombras largas, se alzaba la capilla, el corazón silencioso de la hacienda.

Entre el torreón del sur y la capilla estaba la tienda de raya, la última esperanza de los peones que alzaban su vista cansada hacia los anaqueles llenos de velas de sebo, frijol, maíz, piloncillo y calzones de manta. En la penumbra de aquel lugar, bajo el aliento pesado del chorizo rancio, se vendía también la certeza de que la vida, por muy larga o corta que fuera, siempre pasaba por la mesa del patrón.

Cruzando el portón, un patio empedrado se extendía como un océano de piedra donde el maíz y el trigo se asoleaban con la paciencia de los días lentos. A la derecha, una rampa pequeña, escoltada por un pasamanos de cantera, conducía al claustro. Allí, en el centro del patio, una fuente de piedra cantaba con su agua antigua, rodeada por una arquería que sostenía el tiempo con su gracia de cantera labrada. Sobre la rampita, un reloj solar, como un dios perezoso, marcaba las horas sin prisa, dejando que la vida se deslizara entre la sombra y la luz.

Las cocinas, al sur del claustro, exhalaban aromas de fogones encendidos, de hornos de piedra y de ladrillos untados con mortero rojo. Al norte y al poniente, las habitaciones dormían en la penumbra, con sus muros gruesos guardando secretos de generaciones. En la esquina noreste, una escalera de caracol se enroscaba en sí misma, conduciendo a la azotea y, en su sombra más escondida, había una puerta que se decía llevaba a los sótanos, o quizás a túneles que se internaban bajo la tierra hasta la vieja galera agustina.


Al poniente, un cementerio pequeño guardaba a los dueños de la hacienda, mientras los peones, con su muerte humilde, iban a Santiago Maravatío.

La capilla, con su altar de cantera y sus columnas corintias, sostenía con devoción las imágenes de San Elías, Santa Teresa de Ávila y la Virgen del Carmen. Sólo esta última quedó, como única testigo de los días idos, ahora en la parroquia, en la nave que mira al poniente. Se dice que los carmelitas, al vender la hacienda, se llevaron a los otros santos, como quien recoge sus recuerdos antes de partir.

La cúpula, pequeña pero altiva, brillaba con sus decoraciones doradas y sus guías verdes de parra, donde racimos de uvas violetas parecían querer alcanzar el cielo. En aquellos tiempos, el Señor del Encinal no tenía aún su morada en San Elías; su altar estaba en la Estancia del Carmen, esperando su hora.

Cuatro campanas colgaban de la espadaña y el arco, llamando a misa y doblando por los que se iban. Si el muerto era hombre, la campana mayor rompía el silencio con su lamento profundo; si era mujer, una campanita más pequeña tañía su queja finita, como un susurro en la brisa de la tarde.

Dicen que, por las noches, cuando el viento sopla fuerte, las campanas vuelven a sonar en la hacienda de San Elías, aunque nadie las toque. Tal vez es que las almas que allí vivieron aún se resisten a marcharse, atrapadas entre los muros de cantera, esperando a que alguien vuelva a contar su historia.

Liguilla: el hermoso arte de coronar al más taquillero

 



Hubo un tiempo en que el fútbol mexicano tenía algo llamado lógica. Hasta antes de 1970, el torneo se jugaba como Dios manda: todos contra todos, el que hiciera más puntos era campeón y se acabó. Sin trucos, sin sorteos, sin milagros de último minuto. Pero claro, eso era demasiado aburrido para los bolsillos de los directivos.

Y fue entonces, tras la resaca del Mundial México 70, cuando a algún genio de pantalón largo se le prendió el foco: ¿Y si en lugar de premiar al mejor, premiamos al que más boletos venda? Voilà: nació la Liguilla, ese invento brillante para alargar el torneo, inflar los ratings y, por supuesto, ordeñar la vaca mediática.

Ya lo decía el sabio Don Fernando Marcos —cronista, analista, y gurú del micrófono—: “La Liga es para sacar campeón; la Liguilla, para sacar dinero.” Y cuánta razón tenía.

La primera Liguilla fue más bien un tímido experimento: solo dos equipos, América y Toluca, se enfrentaron en una final directa. Ganaron las Águilas, cómo no, para que todo iniciara con el pie taquillero. Al año siguiente (1971-72), se animaron con cuatro equipos: América, Cruz Azul, Chivas y Monterrey. Cruz Azul se coronó, probablemente porque aún no sabían que debía ganar el que más vendiera camisetas.

En 1978 se pusieron generosos y subieron la cuota a ocho equipos. Y como eso ya no era suficiente emoción (ni negocio), un día alguien dijo: “¿Y si les damos otra oportunidad a los que ya perdieron?” Así nació el repechaje, ese limbo futbolero donde los mediocres tienen chance de redención.

El “repe” debutó en la temporada 1991-92. La cosa era así: los equipos se dividían en grupos como en kermés escolar, y si eras tercer lugar, todavía podías meterte a la fiesta por la puerta trasera. América, Cruz Azul, Correcaminos (sí, existía), y Veracruz estrenaron ese formato.

Con la llegada de los torneos cortos en 1996, muchos pensaron que el repechaje se iría a descansar, pero no: era demasiado rentable como para dejarlo morir. Siguió hasta 2004, regresó en 2006, y para el 2008 ya había vuelto como ese ex que uno no quiere, pero ahí está en cada fiesta familiar.

Pero el verdadero desparpajo llegó en 2020 con el Guardianes. En plena pandemia, con estadios vacíos y más crisis que goles, la Liga MX dijo: “¿Y si metemos 12 a la Liguilla?” ¡Brillante! De 18 equipos, solo 6 se quedaban fuera. Era como un torneo de inclusión, pero al revés: premiar la mediocridad con pase a la fiesta. La meritocracia lloraba en una esquina.

En 2021, ya era un carnaval: doce invitados a la “fiesta grande”, aunque la mayoría llegaba sin corbata, sin gol, y con el pantalón roto. El negocio mandaba, y el fútbol, ese que jugaban 11 contra 11, se volvió un extra en el show.

Desde ahí, confieso, le perdí la pista a la Liga MX. Me enteré que el América fue tricampeón, aunque solo lo supe porque lo gritaban hasta en los comerciales de shampoo. Los pocos partidos que vi, casi siempre en la peluquería y a la fuerza, me dejaron una sensación peculiar: el VAR solo servía para confirmar que, cuando había dudas, había que ayudar al equipo más rentable. O sea, al que vende más camisetas. ¿Coincidencia? No lo creo.

domingo, 25 de mayo de 2025

Aliens, negocios y comadrejas momificadas: el show de Jaime Maussan




En este mundo lleno de misterios, hay cosas que te hacen levantar una ceja, otras que te hacen dudar... y luego están las de Jaime Maussan, que directamente te hacen soltar la carcajada.

Sí, hablo del periodista mexicano que lleva décadas anunciando visitas extraterrestres como quien anuncia la llegada del panadero. Cada tanto aparece en televisión o en el Congreso (¡porque sí, ya hasta lo llevaron al Congreso mexicano!) con una nueva “evidencia irrefutable” de que los aliens están entre nosotros. Aunque, a decir verdad, parecen más bien salidos de una piñata mal hecha.

Las momias de Nazca (y de cartón piedra)

Su última joyita: dos momias “no humanas” supuestamente encontradas en Perú. Según Maussan, son seres extraterrestres de mil años de antigüedad. Según científicos, son un collage de huesos de animales y partes rearmadas. En resumen, más falsos que abrazo de político en campaña.

¿Y sabes qué? Tienen razón en que no son humanos. Pero, perdón, eso no las convierte automáticamente en alienígenas. También los restos de una iguana, un mono o una comadreja son “no humanos”, y no por eso vienen de Saturno. Decir que “no es humano = alien” es como decir que, si algo no es sopa, entonces es avión. Así de lógica va la cosa.

El verdadero contacto: con la taquilla

Porque claro, todo esto no es gratis. Hay conferencias, suscripciones, libros, y merch con caritas grises y ojotes negros. Esto ya no es ufología, es ufonegocio. Y Maussan no es un científico, es un showman. Ha hecho de lo paranormal un producto, y lo vende bien. ¿Quién necesita evidencia sólida cuando puedes vender misterio con voz grave y música dramática?

Y si algún científico se atreve a decir “esto no tiene sentido”, ahí viene la carta mágica: “nos ocultan la verdad”. Más vieja que la receta del mole. Pero efectiva, porque si la gente quiere creer, creerá.

El verdadero misterio: ¿por qué seguimos cayendo?

Ojo, no digo que no existan los extraterrestres. El universo es inmenso y la ciencia no descarta nada. Pero si algún día llegan, no creo que se presenten disfrazados de muñecos de feria. Ni que necesiten que Maussan les haga relaciones públicas.

La búsqueda de vida inteligente allá afuera es una labor seria, con telescopios, sondas y cerebros brillantes detrás. No con figuras de yeso ni conferencias en salones de hotel.


Conclusión: con chile, pero también con cabeza

Esto no va solo de extraterrestres. Va de cómo consumimos la información, de cómo preferimos una buena historia a una verdad aburrida. Y va también de negocios disfrazados de revelaciones cósmicas.

Jaime Maussan no encontró a los aliens. Pero sí encontró algo mucho más rentable: nuestra fascinación por lo desconocido.

Así que la próxima vez que te muestren un “ser no humano” con cara de galleta alienígena, recuerda: también las comadrejas, los lagartos y los tlacuaches son “no humanos”. Pero eso no les da visa galáctica.

Viajando en Silencio: La Tierra, una Nave a Tres Millones de Kilómetros por Hora



Imagina despertar un día y descubrir que viajas por el espacio a más de tres millones de kilómetros por hora. No en un cohete, ni en una nave futurista, sino aquí mismo, sobre esta roca azul que llamamos hogar: la Tierra. Sin embargo, este vértigo cósmico no se siente en absoluto. ¿Cómo es posible que estemos atravesando el universo a velocidades inimaginables… sin siquiera notarlo?

El Carrusel Solar: Nuestro Primer Movimiento

Nuestro primer viaje comienza cerca de casa. La Tierra gira alrededor del Sol a una velocidad de 107,200 km/h. Cada segundo, recorremos casi 30 kilómetros, y aun así, esta danza celestial es tan constante y perfecta que la confundimos con quietud. El día y la noche, las estaciones, incluso los eclipses, todo es consecuencia de esta órbita vertiginosa.

El Vuelo Galáctico del Sol

Pero no termina ahí. Nuestro Sol tampoco está quieto. Como parte del gigantesco torbellino espiral llamado Vía Láctea, el Sol —y con él todo el Sistema Solar— viaja alrededor del centro galáctico a unos 828,000 km/h. En este trayecto, completará una vuelta a la galaxia cada 225 millones de años. Llevamos apenas unas 20 vueltas desde que el Sistema Solar nació.

Rumbo al Infinito: El Viaje de la Galaxia

Y la velocidad sigue escalando. La Vía Láctea entera no flota estática en el universo. Es arrastrada por la gravedad de estructuras colosales, como el Grupo Local de galaxias y una misteriosa región llamada el Gran Atractor. A esa escala, nos movemos a una velocidad de aproximadamente 2,160,000 km/h.

Sumando el Viaje Cósmico

¿Y si sumamos todo esto?

  • Tierra alrededor del Sol: 107,200 km/h

  • Sol alrededor del centro galáctico: 828,000 km/h

  • Galaxia viajando por el universo: 2,160,000 km/h

Resultado: más de 3,000,000 km/h.
Más de 800 kilómetros por segundo.
Y tú, mientras lees esto, te desplazas a través del cosmos sin que lo notes.


El Silencio del Vértigo

¿Por qué no lo sentimos? Porque todo —nosotros, los árboles, los océanos, las montañas, el aire que respiramos— viaja junto con la Tierra, el Sol y la galaxia. En el vacío del espacio, sin un punto de referencia absoluto, no hay "arriba", ni "abajo", ni "quieto". Solo movimiento relativo. La quietud que sentimos no es más que una ilusión tejida por la constancia del cosmos.

Un Punto Azul en la Tormenta Cósmica

En este escenario, la Tierra es un punto minúsculo flotando en una vasta oscuridad salpicada de luz. Lo que llamamos universo está más allá de lo imaginable, y sin embargo, nosotros —pequeños seres sobre una mota de polvo que viaja a velocidades colosales— amamos, pensamos, creamos, soñamos.


La próxima vez que mires al cielo, recuerda: no estás parado. Estás viajando. Viajando más rápido que cualquier cosa construida por el ser humano. Viajando en una nave natural, redonda y viva, que gira en espiral por un universo inmenso y silencioso. Y aún así, aquí estás, respirando, leyendo, sintiendo.

Eso, quizás, sea el mayor milagro de todos.

LA VIDA ENTRE EL ESPECTÁCULO Y LA REALIDAD: UNA MIRADA EN LA ERA DE LA VISIBILIDAD

  Guy Debord, filósofo parisino que no tuvo la desgracia (o la suerte) de ver TikTok, Instagram y esas bestias sociales, ya nos advirtió h...